26 de noviembre de 2009

De la Adoración...




Adorar (del lat. «adoräre», deriv. de «oräre», orar): Rendir culto a Dios o a cosas o personas santas. Amar apasionadamente a alguien. Ô Idolatrar.
-diccionario del uso del español de María Moliner.

NO ADOREN.
Ni a sus padres ni a sus hijos,
ni a Dios ni al Diablo,
ni a su mujer ni a su hombre,
no adoren la Belleza,
no adoren la Felicidad,
no adoren la Verdad.
NO ADOREN.

La adoración es una trampa que implica separación.
Repito,
la adoración es una trampa que implica separación.

Tampoco aconsejo que comprendan,
o que toleren (ni que acepten)
mi recomendación es...

SEAN.
Sean sus padres y sus hijos,
sean su Dios y Diablo,
sean su mujer o su hombre,
sean la Belleza,
sean la Verdad,
sean la Felicidad.

O sea,
sean ustedes!



18 de noviembre de 2009

Sin promesas




No te prometo nada,
sólo mi absoluta presencia
en todos y cada uno
de los momentos que
el destino,
la casualidad o las ganas
nos dejen compartir.

Pero no te permitís
semejante libertad:
para vos sería como aceptar
que Dios no tiene un Plan.



3 de noviembre de 2009

Intentó leerla

Intentó leerla, sin éxito. Y eso hacía que la incomodidad se retorciera por las paredes de su garganta como una serpiente gorda y viscosa.
-¿Qué mirás? –preguntó ella. Él bajó la vista, y trató de tragar la serpiente, en vano–. ¿Qué mirás? –volvió a decir, no iba a dejarlo pasar esta vez.
-Es que no te puedo leer –dijo.
-¿Por qué me querés leer? –él sintió frío, un frío que agrieta el piso y lo deja del lado equivocado.
-No sé –ella se montó sobre él.
-Sí que sabés, hablá, ¿por qué me querés leer? –la pregunta puso nerviosa a la serpiente, las escamas le rasparon la garganta. Una pregunta, una posibilidad de ser sincero, sencillo, suicida.
-Para saber qué querés, y dártelo –dijo.
-¿Por qué? –él seguía con los ojos cerrados, pero vio claramente el cambio de color en la voz de ella.
-¿Por qué? –volvió a preguntar, y él pensó sin pensar lo que decía–, para ser agradable... –la serpiente se asomó entre las palabras, ella la agarró con las dos manos.
-¿Para qué querés ser agradable? –no la soltaría, él lo supo.
-Si puedo ser agradable... ¿por qué no?
-¿Qué más? –inquirió ella, filosa, sin ceder un mílimetro.
-No sé.
-¿En qué te convierte ser amable? ¿En qué te transforma para mí?
-No sé, no sé lo que es para vos, eso depende de vos.
-¿No querrás darme lo que quiero para poder, no sé, controlarme? –la serpiente trataba de volver, pero ella dio un tirón y la sacó más para afuera.
-¿Qué?
-Si vos me das lo que creés que quiero, evitas que te rechace, por lo tanto me mantenés bajo control –y con un último tirón, arrancó lo que quedaba del reptil–. El rechazo... es terrible el rechazo –agregó.
Miré la serpiente, y sentí miedo. Yo, que durante toda mi vida trabajé sistemáticamente para neutralizar el miedo, el dolor, cualquier sensación de vulnerabilidad, me descubrí tan desnudo, tan pequeño, tan niño.
-Sí... es terrible –dije, y abrí los ojos, la serpiente se hizo humo y el humo se disolvió y miré la cara de ella. Seguía encima de mí, pero con los ojos mirando para dentro, buceando en su propia oscuridad.

Aquella noche dormimos muy abrigados.